FEDERICO
Escasamente a un
mes del alzamiento de los falangistas contra la joven República Española un
automóvil se estaciona a unos metros de la casa de la familia Rosales.
Descienden cinco hombres fuertemente armados. Golpean la puerta. Doña Esperanza
Camacho de Rosales se asoma. Tengo orden de detener a García Lorca, que ustedes
tienen aquí escondido, sentencia Ramón Ruiz Alonso, quién a todas luces comanda
la pandilla. El poeta que esta en su habitación, baja las escaleras. –Esto es
un error...un abominable error. Vamos, responde Alonso. El automóvil se aleja
del número uno de la calle Angulo. Era el 16 de agosto de 1936, en la ciudad de
Granada. El 19, mil panderos de cristal hieren la madrugada. Un cerrojo que se abre, unos gritos, un saco en la cabeza, calor,
mucho calor. El tiempo se para, lo empujan, cae al suelo, como el toro de las
cinco en punto de la tarde. El poeta se refleja en el amanecer granadino,
quizás aceptando su destino. Manos atadas. Disparos que revientan la vida
ahogando los sonidos de la noche. Un cadáver eterno está en una cuneta.
Mientras lloran inconsolablemente por la estupidez humana, la constelación de
carne y huesos es observada por las estrellas sumidas en duelo. Risas, tal vez un ultimo trago de algún vino
barato. Festejemos, acabamos de matar a Federico García Lorca. Venga, joder,
que yo le metí dos tiros en el culo por maricón. Sin juicio, sin ninguna
acusación comprobada, sería asesinado a los dos meses de haber cumplido treinta
y ocho años - junto a dos banderilleros y un maestro-, el poeta, el dramaturgo,
el director teatral, el escenógrafo, el artista plástico, la voz y la pluma de
España, el muy nuestro querido Federico. Conocida la noticia, el mundo todo se
levanta en grito. Desaparecen el cadáver para evitar que su tumba se transforme
en sitio de veneración de un rojo, de un homosexual, de un republicano. Para
evitar que la rosa grana cubra a perpetuidad el frio mármol de la lacerante
muerte. Ni siquiera una sepultura -y quizás sea mejor-, los cementerios tienen
muros que solo sirven para coartar la libertad de los que allí moran. Muerto e
inmortal. Los que le quitaron la vida se la dieron para siempre. Los versos de
Federico perduran volando en verdes vientos, anidando en floridas ramas, en el
barco sobre la mar, cabalgan gallardamente sobre el caballo que al alba
asciende la límpida montaña. Federico, indisciplinado, inmaduro, poderoso,
alto, claro. Maldito poeta de los disidentes y los marginados, comunista sin
dogma ni manual. “En la luna negra/ de los bandoleros/ cantan las espuelas. Caballito
negro/ ¿Dónde llevas tu jinete muerto? En la luna negra/ sangraba el costado de
la Sierra Morena. Caballito negro/ ¡Que perfume de flor de cuchillo! En la luna
negra/ ¡Un grito!/ y el cuerno largo de la hoguera” Caballito negro/ ¿Dónde
llevas tu jinete muerto?
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