Número 31 (Juno-Julio 2007)
LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
En septiembre de 1961, Jean-Paul Sartre, uno de los grandes olvidados de éstos tiempos, escribía el prólogo de un libro emblemático: “Los condenados de la tierra”, del argelino Frantz Fanon. Eran los momentos más duros de la guerra de liberación en Argelia (1954-1962). Recordemos la última parte del prólogo y admiremos la prosa brillante y poderosa del filósofo francés, que sigue resonando, pensemos en Irak, Palestina, Afganistán...
Es el fin, como verán ustedes: Europa hace agua por todas partes ¿Qué ha sucedido? Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y ahora somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en camino; lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su realización. Hace falta aún que las viejas “metrópolis” intervengan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla perdida de antemano. Se envía al ejército a Argelia y allí se mantiene desde hace siete años sin resultado. La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos, la ejercíamos sin que pareciera alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros, los hombres, nuestro humanismo permanecía intacto; unidos por la ganancia, los “metropolitanos” bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas partes, vuelve sobre nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee....
¿Dónde están ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el tam-tam: las bocinas corean “Argelia francesa”mientras los europeos queman vivos a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras se afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se mata entre sí, decían, eso no es normal; su corteza cerebral debe estar subdesarrollada. En África Central, otros han establecido que “el africano utiliza muy poco sus lóbulos frontales”. Esos sabios deberían proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Los Patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen volar en trozos al conserje y su casa....
Ahora nos toca el turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena. Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre. Esto no sucederá: no, es el colonialismo decadente el que nos posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio. Y al leer el último capítulo de Fanon uno se convence que vale más ser un indígena en el peor momento de la desdicha que un ex colono. No es bueno que un funcionario de la policía se vea obligado a torturar diez horas por día, a ese paso, sus nervios llegarán a quebrarse a no ser que se prohiba a los verdugos, por su propio bien, el trabajo en horas suplementarias. No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos. Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan. Ahora el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que no se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver....
Es el momento final de la dialéctica: ustedes condenan esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos, no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra la pared, liberarán ustedes por fin esa violencia nueva suscitada por los viejos crímenes rezumados. Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.
Jean-Paul Sartre
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